Ejercía yo de
maestro de Educación Física en un pueblecito, El Ballestero, cuando un día cercano
a las vacaciones de Navidad, al llegar a recoger a los niños de segundo de
primaria a su clase, fui recibido con los vítores de costumbre:
¡Gimnasia!!Ginmasia!..(No porque yo fuera un profesor extraordinario, sino por
el éxito implícito en un asignatura que les encanta a los chiquillos de esta
edad). Pero sin embargo, uno de los niños, precisamente uno de los más forofos
de la materia, que solía encabezar el comité de recepción en la puerta de la
clase, se encontraba sentado en su silla llorando desconsoladamente. Me acerque
a él y le dije: “David, ¿Por qué lloras?” Entre sollozos desconsolados me respondió:
“Juanito y Adrián me han dicho que los reyes magos no existen, que son los padres los que nos compran los juguetes”.
Le respondí: “No les hagas caso sólo quieren hacerte rabiar”. Pero él, sin
parar de sollozar me expuso: “Se lo he preguntado a mi madre y me ha respondido que Juanito y
Adrián llevan razón, que los juguetes los compran lo papas. Que ya soy lo
suficientemente mayor para saberlo.” El daño era más grave de lo que yo
esperaba. Esa duda que en estas edades suelen sembrar los compañeros más
enterados y que los mayores podemos deshacer con cualquier argumentación que
los devuelva al mito y la ilusión, había sido confirmada por una de las máximas
autoridades para un niño: su madre. Definitivamente a David lo habían
arrebatado de la feliz y confortable nube
de ilusión y había sido arrojado sin contemplaciones al duro y frio
adoquinado de la realidad.
Este suceso, en apariencia tan nimio, me afectó
bastante y me hizo rememorar el ambiente de fantasía e ilusión con el que se
vivía la navidad en mi casa y muy especialmente el día de Reyes, acontecimiento
sin par en aquellos días felices de mi infancia. Mi padre, una de cuyas
virtudes fue mantener rasgos de ilusión y candidez infantil durante toda su
vida, era un incondicional de los Magos de Oriente. Mi madre y mi hermana le
apoyaban incondicionalmente. En los tres se encarnaba el espíritu de la
Navidad. Con gran antelación poníamos un completo belén que mi padre había
adquirido por medio de un catálogo, que no sé dónde se había agenciado, del
Corte Inglés. Mi padre se implicaba de lleno en la misión Belén, dirigía la
instalación, así como las tareas previas: recogida de césped, búsqueda de
piedras, preparación del tablero, que cada año era un poco mayor, pues no
paraban de crecer los detalles: sembrados, bosques, ríos…Los preparativos y la
instalación ya eran eventos de los que disfrutábamos sobremanera. Una vez instalado, no parábamos de recibir visitas
que no escatimaban alabanzas que recogíamos con indisimulado regocijo.
Los Reyes Magos se encargaban con tesón en la
búsqueda de juguetes y regalos para toda la familia, pero en especial para los
dos peques: mi hermano Manolo y yo. El contexto histórico temporal era el
siguiente: Terrinches, un pueblecito de la provincia de Ciudad Real menor de
mil habitantes, con una sola tienda que trajera juguetes y con las estrecheces
económicas propias de un guardia civil con familia numerosa y en los años sesenta
del pasado siglo. Pero a los Reyes estos obstáculos no los arredraban, por algo
son magos, sino que los superaban ampliamente con grandes dosis de amor e
ilusión. Pero además cumplían su importante misión con gran reserva y secreto,
para que no faltara el aliciente de la sorpresa que multiplicaba la ilusión que
nos embargaba el día de Reyes. La noche previa estaba envuelta en una atmosfera
de magia difícil de describir. Lustrábamos con esmero nuestro mejor par de
zapatos y los colocábamos con cuidado junto a la chimenea. Madrugábamos al
acostarnos, deseosos de adelantar el amanecer. El día seis en mi casa
“amanecía” mucho antes de que el alba
cumpliera con su rutina habitual. Desenvolvíamos los paquetes y comprobábamos
con alborozo que un año más los reyes colmaban y superaban nuestras
expectativas. Rápidamente íbamos a enseñárselos a nuestros padres, que
disimulando bostezos por el involuntario madrugón, se mostraban “maravillados”
y “sorprendidos” al ver los bonitos juguetes y regalos que nos habían traído
los reyes.
Gracias queridos reyes magos Gregoria, Rosa y Jesús.
El amor y dedicación que poníais esos días de navidad era el verdadero regalo,
el mejor que he recibido jamás.
Posdata: Al fin conseguí serenar a David
argumentándole que “los reyes magos existían sin duda y que traían los regalos
a los niños que creían en ellos”. Sin embargo los que no creían solo tendrían
regalos si sus padres se los compraban haciéndose pasar por los reyes.