Recién
estrenada la década de los setenta, un grupo de chavales que se reunían para
jugar al fútbol, protagonizó uno de los hitos deportivos y sociológicos más
notables de nuestro pueblo. En una época en que no había la más mínima
infraestructura para la práctica deportiva, en la que escaseaban las ayudas de
las instituciones y el deporte no gozaba del interés que tiene en la
actualidad, por uno de esos fenómenos de generación espontánea que suceden en
nuestra tierra, se fundó un club de fútbol cuyo mayor logro consistió en
aunarnos a todos los bonilleros en una causa común. El comienzo fue duro, hubo
que empezar por inventarse el campo. Se logró la cesión de una parcela a unos
dos kilómetros del pueblo, en La Dehesa Boyal, donde hoy está el polígono ganadero.
Aquello era un mar de piedras, que los propios jugadores limpiaron y
acondicionaron con sus propias manos. Posteriormente se consiguió cerrarlo con
alambre y postes procedentes de las traviesas desmanteladas del ferrocarril.
Con los mismos postes se improvisaron bancos para los espectadores. El terreno
de juego estaba plagado de riscos pugnando tenazmente por emerger del manto de
arena que apenas los disimulaba. Las redes eran totalmente artesanales, tejidas
nudo a nudo por los propios jugadores con la ayuda de muchos otros bonilleros y
bonilleras que se reunían en el Salón del Cristo, entonces
"Teleclub". Este trabajo comunitario y altruista dio como fruto dos
redes cuya resistencia no se la daba la humilde cuerda de que estaba hecha,
sino la portentosa ilusión y camaradería de sus autores. El vestuario era un
breve chamizo de ladrillo y "Uralita" sin más separación entre
locales y visitantes que dos medios tabiques sin puertas delimitando un
expuesto cubil donde se cambiaba el árbitro. No había más agua corriente que la
escanciada por algún compañero de la ancestral garrafa de cristal, que alguna
vez pereció, por avatares de indignación deportiva contra algún colegiado que
no vienen al caso y siendo reemplazada por otra similar. Los jugadores
entrenaban al termino de su jornada de trabajo, bajando al campo en bicicleta
con el yeso todavía fraguando en el mono o en tractor que aparcado junto al
terreno de juego contemplaba absorto la vitalidad de su incansable conductor
corriendo tras el balón después de un largo día de trabajo. Otros cerraban la
tienda con premura o los libros con afán para aprovechar las últimas claridades
del día preparándose con el equipo.
Las jornadas de
partido el pueblo se quedaba desierto, chiquillos, jóvenes y mayores, el pueblo
en pleno confluía en la carretera de La Ossa formando un impresiónate río de
gente que desembocaba en el Estadio Montesinos, nombre con que se bautizó el
recién estrenado campo, en recuerdo de las eras del mismo nombre donde antes se
jugaba. Salir al campo lleno de gente volcada con el equipo ponía carne de
gallina a los jugadores y los dotaba de alas en los pies. La afición se fue
creciendo con las primeras victorias sobre El Ballestero, Munera, Alcaraz. Se
constituyeron peñas, se hicieron canciones conmemorando los triunfos. Entre
semana no se hablaba de otra cosa. Los bonilleros nos emocionábamos con nuestro
equipo y aplaudíamos a rabiar las paradas de Carrión, los elegantes cortes del
Juan Carlos, los contundentes despejes de José "Culeque", la garra de
Hinarejos, la lucha en el centro del campo de "Josia" e Isidro, la
técnica de Francisco Crisantos y de David "El de la sindical", las
internadas por la banda de Cañaveras, los regates y la velocidad de Ramón
"Gaseosas" o la potencia y eficacia rematadora de mi hermano
Manolo "El del sargento".
Aquella
temporada El Bonillo quedó campeón de su grupo del Campeonato provincial de
Aficionados, fue el equipo máximo goleador y consiguió el ascenso a Regional.
El partido inaugural en esta categoría fue contra Balazote. Estrenábamos equipamiento,
unas excelentes botas negras, camiseta y pantalón blanco
inmaculado, que una mayoría de seguidores madridistas eligió en clara
antagonismo con el nombre del equipo Atletico El Bonillo y con los colores que
habían llevado los ancestros amarillo y negro; pero a nadie nos importó aquel
nimio detalle, pues era nuestro equipo y el impoluto blanco casaba con el
estreno, como de primera comunión. El campo estaba repleto, las ilusiones
intactas. Guardo como uno de mis recuerdos más preciados el momento en que
Miguel, nuestro inefable entrenador, me entregó la camiseta con el número seis
que suponía un puesto en el equipo inicial. Desde la óptica de mis escasos
dieciséis años fue para mí un sueño hecho realidad saltar al campo repleto de
gente que nos vitoreaba, estar jugar junto a mis ídolos. Empezamos bordando el
fútbol y nos adelantamos en el marcador con un dos a cero a nuestro favor, pero
pagamos la novatada y terminamos perdiendo por dos a tres. Este año los
resultados no fueron tan buenos como los del año anterior. En nuestro descargo
diré que los rivales eran mucho más fuertes, baste con nombrar a Villarrobledo
con jugadores que habían militado en segunda división nacional o La Roda, hacia
pocos años en tercera. Pero la moral del equipo no sufrió mella y el apoyo del
pueblo siguió incondicional, llenando el campo domingo tras domingo,
acompañando en los desplazamientos, animándonos sin desfallecer. Pero nada es
eterno, y esta ilusión tuvo un precoz final: La emigración lacra de nuestra
tierra por aquellos años, hacedora de desarraigos, rompedora de vínculos, acabó
con lo que no pudieron desbaratar los resultados adversos o la falta de medios,
el magnífico castillo construido con las ilusiones de un grupo chavales
cimentadas en todo un pueblo.
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