martes, 31 de marzo de 2015

ROLLO PICOTA DE EL BONILLO



Si le preguntamos a cualquier bonillero sobre los monumentos más emblemáticos de su pueblo, invariablemente aparecerá en esta lista, en lugar preferente, El Royo San Cristóbal; tal vez porque  en la memoria colectiva de sus vecinos está grabado aquel 12 de febrero de 1538 en que el Emperador Carlos I de España le concede por fin el añorado titulo de Villa y la consiguiente independencia del humillante yugo a que la sometía a Alcaraz. (Para una más completa información de este proceso de independencia puedes descargarte mi libro “El Bonillo Siglos XV-XVI. El largo camino a la independencia”.)
El monumento en sí, consiste en una columna circular de piedra de fuste liso rematada en una sencilla moldura coronada por una punta cónica, todo ello  apoyado en un basamento formado cuatro escalones circulares.  En la parte superior del fuste se aprecian cuatro agujeros que en su día  estarían ocupados por cuatro salientes brazos seguramente de hierro que lanzarían a los cuatro vientos el mensaje jurisdiccional. (El fuste de los rollos se solía terminar en cuatro salientes que pretendían propalar la jurisdicción de la villa a los cuatro puntos cardinales, normalmente eran figuras entre las que dominaban cabezas de leones amenazantes, carneros, reptiles, seres alados, etc., pero también salientes  estilizados sin figura alguna o brazos salientes de hierro terminados en garfios como en el de Ossa de Montiel.)

Mi hermano Pedro con sus alumnos de séptimo de EGB hizo una exhaustiva medición de este obelisco y  Enrique Játiva la recogió en su libro “El Santo Cristo de Mi Lugar”: radio 41,4 cm.; altura del cilindro 4,20 m.; circunferencia, 2,20 m.; volumen 2,44 m. cúbicos y un peso estimado de 6230 kg.
El título de este artículo recoge dos acepciones de este monumento: royo y picota. El termino rollo hace alusión a su forma generalmente cilíndrica y el de picota deriva seguramente de su terminación usual en punta. En la actualidad estos términos se consideran sinónimos, pero no siempre ha sido así. Según expone José Vicente de Frías Balsa en su trabajoRollos y picotas en Soria”, la picota era el poste en el que se exponían los malhechores a la vergüenza pública o se les castigaba. La pena de exhibición en la picota aparece ya legislada en el siglo XIII, en el libro de Las Partidas, de Alfonso X, considerándose la última de las penas leves a los delincuentes para su deshonra y castigo. Así se lee en la partida 7ª, ley 4ª del título XXI:
“La setena es quando condenan a alguno que sea azotado o ferido paladinamente por yerro que fizo, o lo ponen por deshonra dél en la picota, ol desnudan faciendol estar al sol untado de miel porque lo coman las moscas alguna hora del día.”
Así pues, en ella se exponía a los reos a la vergüenza pública, desde donde eran apedreados, insultados y humillados por sus propios vecinos.  Era este, además, el lugar en el que se colgaba a los presos condenados a muerte o se exponían los miembros mutilados de los ejecutados. Podemos decir, por tanto, que servía como medio de adoctrinamiento, manifestando al mismo tiempo el poder del señor feudal.
En su origen, sería un poste o un palo hincado en el suelo. Después se construyeron en piedra, para asegurar su permanencia. Con el paso del tiempo se fueron añadiendo los elementos necesarios para desempeñar su función: plataforma de exhibición, fuste en el que se sujetaban las cadenas, cuchillo, garfios, cepos, grilletes o argollas.
El rollo, sin embargo,  era un símbolo jurisdiccional que se levantaba por orden real en las villas, señalando no sólo el villazgo de la población, sino también el régimen al que se hallaba sometida: señorío real, concejil, eclesiástico o monástico; según perteneciera a la corona, a un municipio, a la iglesia o a un monasterio. Vicente Lampérez  en su obra «Arquitectura civil española de los siglos XI al XVIII»), insiste en que era un símbolo de tipo conmemorativo para marcar un territorio y su dependencia jurídica y no un poste de justicia, como las «picotas».
El rollo sólo se levantaba en las villas, mientras que la picota se erigía en todos los lugares
En el caso de las villas, como es el de El Bonillo, un mismo monumento manifestaba las dos funciones: penal y jurisdiccional. En los lugares que no tenían la categoría de villazgo, sólo el penal.
Lo cierto es que ambos llegaron a cumplir misiones similares, que acabó por identificarlos con el paso del tiempo a partir del siglo XVI.
Los siglos XVI y XVII son los de mayor esplendor para estos monumentos, debido a las numerosas concesiones de villazgo y de exención otorgadas a los lugares que hicieron aportaciones económicas a la Corona para sobrellevar los cuantiosos gastos de la guerra. Los bonilleros conscientes de esta situación y anhelantes de obtener la independencia de Alcaraz que tanto les estaba costando conseguir, donan 4.125.000 maravedíes  “...para ayuda de los grandes gastos que hemos hecho y esperamos hacer en sostener las galeras de armada contra los infieles enemigos de nuestra fe católica y en las guardas de las costas del Reino de Granada y de las fronteras de Africa y para proveer y abastecer las ciudades y villas que tenemos en la dicha Africa y la paga de la gente de nuestras guardas y otras cosas muy importantes y cumplideras a nuestro servicio, y al bien y conservación de estos nuestros Reinos.”
El día 12 de febrero de 1538 el Emperador Carlos I de España le concede a El Bonillo el título de Villa mediante una Carta Privilegio entregada en Barcelona. En esta Carta se puede leer: "Haciéndole merced a la Villa de El Bonillo de eximirla de la ciudad de Alcaraz donde era sujeta, y hacerla Villa de sí y sobre sí y darle jurisdicción civil y criminal". Un poco más adelante hace mención también al hecho de poder impartir justicia, diciendo: "Y os damos poder y entera facultad para que podáis poner y tener, y pongáis y tengáis horca y picota".
Un Decreto de las Cortes de Cádiz, de 26 de mayo de 1813, ordenó “la demolición de todos los signos de vasallaje que haya en sus entradas, casas particulares, o cualesquiera otros sitios, puesto que los pueblos de la Nación Española no reconocen ni reconocerán jamás otro señorío que el de la Nación misma, y que su noble orgullo sufriría tener a la vista un recuerdo continuo de humillación”. Se derribaron entonces gran cantidad de picotas y rollos sin distinción;  si tener en cuenta que los rollos en aquel momento si  representaban algo era precisamente las libertades ciudadanas. Muchas villas cumplieron el decreto y destruyeron sus picotas y rollos, mientras que otras no respetaron la orden, haciendo oídos sordos al derribo de un elemento urbano con el que se sentían identificados.
Con el advenimiento al poder de Fernando VII, la abolición de las libertades  y la vuelta al absolutismo se suspendió la aplicación de este decreto e incluso se construyeron rollos nuevos como el de Rioseco en Soria en 1817.
La reina gobernadora, María Cristina, dicta un Decreto el 25 de enero de 1837, en nombre de su hija Isabel II, en el que “Se establece con toda fuerza y vigor el decreto de 26 de mayo de 1813, por el que las generales y extraordinarias mandaron quitar y demoler todos los signos de vasallaje que hubiere en los pueblos, según el mismo previene.” En su aplicación se debieron perder muchos de estos monumentos.
Tenemos que llegar al siglo XX para que se inicie un proceso de protección de monumentos. El 14 de marzo de 1963 se dictó Decreto de protección genérica de monumentos menores por el cual los propietarios, poseedores o usuarios de escudos, emblemas, piezas heráldicas y monumentos de análoga índole cuya antigüedad sea de más de cien años no podrán cambiados de lugar ni realizar en ellos obras de reparación alguna sin previa autorización del Ministerio de Educación Nacional.
Algunos de los citados monumentos fueron trasladados de lugar para evitar que quedaran dentro de propiedades privadas como ocurre con el rollo de Ossa de Montiel.
Este es el caso de el Rollo San Cristóbal que fue trasladado a principio de los ochenta unas decenas de metro para evitar que  sufriera el mismo destino que el de Ossa de Montiel quedando encerrado en el interior de edificación que se iba a construir inminentemente. 
Aunque se barajaron otras ubicaciones como la Plaza del Cementerio Viejo, al final se decidió respetar en lo posible el emplazamiento original situándolo en el espacio público más cercano dentro del Cerro San Cristóbal, tras desmontarlo piedra a piedra y volverlo a reconstruir en su actual emplazamiento. Hoy lo podemos contemplar en su nuevo emplazamiento y totalmente restaurado, enmarcado  en un coqueto parquecillo.    
  



viernes, 6 de febrero de 2015

Amanecer eh El Bonillo





            Aún de noche salgo de mi casa buscando el amanecer. En la calle Cantarranas me cruzo con un viejo que va a por el pan. Hace ya que anda despierto a los sones del silencioso reloj de la vida. Unos metros más allá, en el cruce con la calle Llana un grupo de jóvenes dormita esperando al achacoso "autocar de las cebollas".
 En la carretera, un reumático tractor hace y deshace con parsimonia la senda tantas veces repetida. La Dehesa Boyal respira una calma gemela de aquella de otros tiempos sin máquinas, en que los bueyes pastaban plácidamente entre encinas y sabinas. Una oscuridad inquieta presagia el amanecer.

Las primeras claridades, forzadas por la adaptación de mis pupilas, me devuelven a una realidad huérfana de este arbolado autóctono, suplantado por pinos con vocación de bonsái, que a pesar de contar varias décadas, no acaban de dar el estirón. Desde allí, la torre, faro de labriegos y pastores, santo y seña de El Bonillo, se dibuja tenue pero inequívoca. La familiar silueta de nuestro pueblo se perfila paso a paso: las casas se amontonan, se arrebujan en torno a la Iglesia como polluelos junto a su madre. Una rica gama de grises compone un cuadro de inmensa serenidad. Paulatinamente el cielo de plomo se funde en líquidos naranjas, por cuyas mezclas daría una de sus falanges el más avezado pintor. El cuadro de luces, sombras y colores es inimitable.
El sol se asoma tímidamente al balcón del horizonte, coloradote como un niño vergonzoso. Después, perdido el rubor de la adolescencia, se engalana con el oro de la juventud y se muestra en todo su poder de astro rey, temido y venerado por egipcios, aztecas y por tantas otras civilizaciones que atisbaron en él su poder como generador y destructor de la vida.
 La perdiz canta el milagro diario de la vida. No está sola en esta tarea, multitud de aves se le suman componiendo la más armónica de las sinfonías. A lo lejos tañen las esquilas de un rebaño madrugador intentando evitar los rigores del estío. Jiras de algodón levitan en una atmósfera gris boreal. Emocionado por este espectáculo de la naturaleza, regreso al pueblo para contemplar su tranquilo despertar. 

Paso por la fabrica de harinas de Onésimo, orgullo de la tecnología, fallida apuesta por el progreso, que mira con ojos de comprensión al asilo lleno de sueños de juventud truncados por la cruda realidad de unas vidas sin fortuna.
En la calle del Cristo una mujer barre con cadencia, como barría su madre, como barría su abuela,...como barría aquella bonillera del siglo XVII que, tal vez más tarde, haría corro con sus vecinas chismorreando sobre los prodigios ocurridos en casa de Antón Díaz. 


Restos de sillería y alguna porción de arcada son mínimos testigos de la pasada gloria del convento de los Agustinos, sito en la  placeta de su nombre. Ya no se rezan maitines, ni suena el bacalao, en la discoteca en que, vueltas que da la vida, vino a parar el dicho convento allá por los setenta. 


El Rollo de San Cristóbal proyecta una infinita sombra plena de añoranza de aquellos días en que, símbolo orgulloso de la villa, ejecutaba impasible la dura justicia de entonces. Más tarde, la sombra se achica al tiempo que disminuyen aquellas nostalgias, acogiendo en su pétreo regazo a un grupo de viejos, que como él, rezuman añoranzas. Por la tarde, mirando de reojo al nuevo parquecillo, se entretendrá con la novedad de cabriolas y juegos de niños a los que aún no les ha hablado de su pasada importancia.

 Desde el "bar de Juande", Meca de los madrugadores, alguien contempla la fachada del Museo del Cristo.
En él, ajenos a la vida, huérfanos de la luz que les da sentido, vedados a las gentes para quienes fueron concebidos, duermen joyas de la pintura como el Cristo abrazado a la Cruz, obra del Greco en la que ojos, manos, talle, iluminación, colores...
El cuadro todo, rebosa misticismo y espiritualidad. Junto a él merecen destacarse un cuadro encargado al afamado Vicente López por la Cofradía del Cristo, para conmemorar el milagro ocurrido el 4 de marzo de 1640.
Decenas de pájaros hacen acrobacia sobre la Plaza Mayor, presidida por su precioso ayuntamiento de hechuras renacentistas en el que dominan la línea recta complementada con la sencilla pero elegante curva del medio punto. 
Gorriones, tordos, aviones... revolotean en torno de la imponente torre que emerge de la inmensa, sólida, sobria iglesia orgullo de los bonilleros. Construida básicamente en el primer cuarto del siglo XVIII, sobre una anterior de más modestas dimensiones, de la que aún se conservan unos bonitos arcos de estilo gótico. Por sus policromas vidrieras, se cuelan los primeros rayos de sol -privilegios que tienen algunos- y se sorprenden un día más de la imponente grandiosidad de sus espacios, la sencillez de su decoración, en la que destaca -tal vez se pensara así -el lujo barroco del retablo que engalana el altar mayor. 
El verde crepuscular del parque Antón Diaz revienta en verde savia, verde luz. En el campo próximo, raquíticos girasoles estiran sus verdes cuellos hacía la luz que no les aprovecha por falta del agua, componente imprescindible en la formula magistral de la vida. En la eras, coquetos montones de grano nos hablan de la generosidad de estas tierras desafiando a la tacañería del cielo en el año más seco del siglo.

Gregorio Alba Fernández



domingo, 1 de febrero de 2015

Fachada Ayuntamiento












      










El Ayuntamiento de El Bonillo ocupa uno de los lados del rectángulo que componen la Plaza Mayor presidiendo la misma, con el permiso de la torre de la iglesia de Santa Catalina que aunque no se encuentra en la misma en sentido estricto si se asoma a ella y la domina desde su impresionante altura. La fachada del conjunto está conformada por dos cuerpos asimétricos que mantienen un correcto equilibrio. Toda la fachada es de sillería. El cuerpo de la derecha   es un edificio de finales del siglo XVI de estilo renacentista. Presenta lonja de dos pisos, con alquerías superpuestas, la inferior de cuatro arcos y la superior de ocho, todos de medio punto. Las columnas son de tipo toscano.  El piso inferior presenta un soportal. Dentro se encuentra la entrada al piso superior enmarcada por un gran arco de medio puntos sustentado sobre sendas columnas toscanas.

Los antepechos de cada arco de la parte superior se adornan con troncos piramidales salientes de moldura de motivos geométricos.  En el extremo derecho de la fachada se distingue un relieve con  el escudo de la villa. El cuerpo de la izquierda es un añadido del siglo XVIII de estilo neoclásico que se intentó armonizar con el ya existente.