viernes, 6 de febrero de 2015

Amanecer eh El Bonillo





            Aún de noche salgo de mi casa buscando el amanecer. En la calle Cantarranas me cruzo con un viejo que va a por el pan. Hace ya que anda despierto a los sones del silencioso reloj de la vida. Unos metros más allá, en el cruce con la calle Llana un grupo de jóvenes dormita esperando al achacoso "autocar de las cebollas".
 En la carretera, un reumático tractor hace y deshace con parsimonia la senda tantas veces repetida. La Dehesa Boyal respira una calma gemela de aquella de otros tiempos sin máquinas, en que los bueyes pastaban plácidamente entre encinas y sabinas. Una oscuridad inquieta presagia el amanecer.

Las primeras claridades, forzadas por la adaptación de mis pupilas, me devuelven a una realidad huérfana de este arbolado autóctono, suplantado por pinos con vocación de bonsái, que a pesar de contar varias décadas, no acaban de dar el estirón. Desde allí, la torre, faro de labriegos y pastores, santo y seña de El Bonillo, se dibuja tenue pero inequívoca. La familiar silueta de nuestro pueblo se perfila paso a paso: las casas se amontonan, se arrebujan en torno a la Iglesia como polluelos junto a su madre. Una rica gama de grises compone un cuadro de inmensa serenidad. Paulatinamente el cielo de plomo se funde en líquidos naranjas, por cuyas mezclas daría una de sus falanges el más avezado pintor. El cuadro de luces, sombras y colores es inimitable.
El sol se asoma tímidamente al balcón del horizonte, coloradote como un niño vergonzoso. Después, perdido el rubor de la adolescencia, se engalana con el oro de la juventud y se muestra en todo su poder de astro rey, temido y venerado por egipcios, aztecas y por tantas otras civilizaciones que atisbaron en él su poder como generador y destructor de la vida.
 La perdiz canta el milagro diario de la vida. No está sola en esta tarea, multitud de aves se le suman componiendo la más armónica de las sinfonías. A lo lejos tañen las esquilas de un rebaño madrugador intentando evitar los rigores del estío. Jiras de algodón levitan en una atmósfera gris boreal. Emocionado por este espectáculo de la naturaleza, regreso al pueblo para contemplar su tranquilo despertar. 

Paso por la fabrica de harinas de Onésimo, orgullo de la tecnología, fallida apuesta por el progreso, que mira con ojos de comprensión al asilo lleno de sueños de juventud truncados por la cruda realidad de unas vidas sin fortuna.
En la calle del Cristo una mujer barre con cadencia, como barría su madre, como barría su abuela,...como barría aquella bonillera del siglo XVII que, tal vez más tarde, haría corro con sus vecinas chismorreando sobre los prodigios ocurridos en casa de Antón Díaz. 


Restos de sillería y alguna porción de arcada son mínimos testigos de la pasada gloria del convento de los Agustinos, sito en la  placeta de su nombre. Ya no se rezan maitines, ni suena el bacalao, en la discoteca en que, vueltas que da la vida, vino a parar el dicho convento allá por los setenta. 


El Rollo de San Cristóbal proyecta una infinita sombra plena de añoranza de aquellos días en que, símbolo orgulloso de la villa, ejecutaba impasible la dura justicia de entonces. Más tarde, la sombra se achica al tiempo que disminuyen aquellas nostalgias, acogiendo en su pétreo regazo a un grupo de viejos, que como él, rezuman añoranzas. Por la tarde, mirando de reojo al nuevo parquecillo, se entretendrá con la novedad de cabriolas y juegos de niños a los que aún no les ha hablado de su pasada importancia.

 Desde el "bar de Juande", Meca de los madrugadores, alguien contempla la fachada del Museo del Cristo.
En él, ajenos a la vida, huérfanos de la luz que les da sentido, vedados a las gentes para quienes fueron concebidos, duermen joyas de la pintura como el Cristo abrazado a la Cruz, obra del Greco en la que ojos, manos, talle, iluminación, colores...
El cuadro todo, rebosa misticismo y espiritualidad. Junto a él merecen destacarse un cuadro encargado al afamado Vicente López por la Cofradía del Cristo, para conmemorar el milagro ocurrido el 4 de marzo de 1640.
Decenas de pájaros hacen acrobacia sobre la Plaza Mayor, presidida por su precioso ayuntamiento de hechuras renacentistas en el que dominan la línea recta complementada con la sencilla pero elegante curva del medio punto. 
Gorriones, tordos, aviones... revolotean en torno de la imponente torre que emerge de la inmensa, sólida, sobria iglesia orgullo de los bonilleros. Construida básicamente en el primer cuarto del siglo XVIII, sobre una anterior de más modestas dimensiones, de la que aún se conservan unos bonitos arcos de estilo gótico. Por sus policromas vidrieras, se cuelan los primeros rayos de sol -privilegios que tienen algunos- y se sorprenden un día más de la imponente grandiosidad de sus espacios, la sencillez de su decoración, en la que destaca -tal vez se pensara así -el lujo barroco del retablo que engalana el altar mayor. 
El verde crepuscular del parque Antón Diaz revienta en verde savia, verde luz. En el campo próximo, raquíticos girasoles estiran sus verdes cuellos hacía la luz que no les aprovecha por falta del agua, componente imprescindible en la formula magistral de la vida. En la eras, coquetos montones de grano nos hablan de la generosidad de estas tierras desafiando a la tacañería del cielo en el año más seco del siglo.

Gregorio Alba Fernández



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