domingo, 12 de febrero de 2017

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS EN QUE NOS UNIÓ EL FUTBOL



Recién estrenada la década de los setenta, un grupo de chavales que se reunían para jugar al fútbol, protagonizó uno de los hitos deportivos y sociológicos más notables de nuestro pueblo. En una época en que no había la más mínima infraestructura para la práctica deportiva, en la que escaseaban las ayudas de las instituciones y el deporte no gozaba del interés que tiene en la actualidad, por uno de esos fenómenos de generación espontánea que suceden en nuestra tierra, se fundó un club de fútbol cuyo mayor logro consistió en aunarnos a todos los bonilleros en una causa común. El comienzo fue duro, hubo que empezar por inventarse el campo. Se logró la cesión de una parcela a unos dos kilómetros del pueblo, en La Dehesa Boyal, donde hoy está el polígono ganadero. Aquello era un mar de piedras, que los propios jugadores limpiaron y acondicionaron con sus propias manos. Posteriormente se consiguió cerrarlo con alambre y postes procedentes de las traviesas desmanteladas del ferrocarril. Con los mismos postes se improvisaron bancos para los espectadores. El terreno de juego estaba plagado de riscos pugnando tenazmente por emerger del manto de arena que apenas los disimulaba. Las redes eran totalmente artesanales, tejidas nudo a nudo por los propios jugadores con la ayuda de muchos otros bonilleros y bonilleras que se reunían en el Salón del Cristo, entonces "Teleclub". Este trabajo comunitario y altruista dio como fruto dos redes cuya resistencia no se la daba la humilde cuerda de que estaba hecha, sino la portentosa ilusión y camaradería de sus autores. El vestuario era un breve chamizo de ladrillo y "Uralita" sin más separación entre locales y visitantes que dos medios tabiques sin puertas delimitando un expuesto cubil donde se cambiaba el árbitro. No había más agua corriente que la escanciada por algún compañero de la ancestral garrafa de cristal, que alguna vez pereció, por avatares de indignación deportiva contra algún colegiado que no vienen al caso y siendo reemplazada por otra similar. Los jugadores entrenaban al termino de su jornada de trabajo, bajando al campo en bicicleta con el yeso todavía fraguando en el mono o en tractor que aparcado junto al terreno de juego contemplaba absorto la vitalidad de su incansable conductor corriendo tras el balón después de un largo día de trabajo. Otros cerraban la tienda con premura o los libros con afán para aprovechar las últimas claridades del día preparándose con el equipo.



Las jornadas de partido el pueblo se quedaba desierto, chiquillos, jóvenes y mayores, el pueblo en pleno confluía en la carretera de La Ossa formando un impresiónate río de gente que desembocaba en el Estadio Montesinos, nombre con que se bautizó el recién estrenado campo, en recuerdo de las eras del mismo nombre donde antes se jugaba. Salir al campo lleno de gente volcada con el equipo ponía carne de gallina a los jugadores y los dotaba de alas en los pies. La afición se fue creciendo con las primeras victorias sobre El Ballestero, Munera, Alcaraz. Se constituyeron peñas, se hicieron canciones conmemorando los triunfos. Entre semana no se hablaba de otra cosa. Los bonilleros nos emocionábamos con nuestro equipo y aplaudíamos a rabiar las paradas de Carrión, los elegantes cortes del Juan Carlos, los contundentes despejes de José "Culeque", la garra de Hinarejos, la lucha en el centro del campo de "Josia" e Isidro, la técnica de Francisco Crisantos y de David "El de la sindical", las internadas por la banda de Cañaveras, los regates y la velocidad de Ramón "Gaseosas" o la potencia y eficacia rematadora de mi hermano  Manolo "El del sargento". 
Aquella temporada El Bonillo quedó campeón de su grupo del Campeonato provincial de Aficionados, fue el equipo máximo goleador y consiguió el ascenso a Regional. El partido inaugural en esta categoría fue contra Balazote. Estrenábamos equipamiento, unas excelentes botas negras, camiseta  y pantalón  blanco inmaculado, que una mayoría de seguidores madridistas eligió en clara antagonismo con el nombre del equipo Atletico El Bonillo y con los colores que habían llevado los ancestros amarillo y negro; pero a nadie nos importó aquel nimio detalle, pues era nuestro equipo y el impoluto blanco casaba con el estreno, como de primera comunión. El campo estaba repleto, las ilusiones intactas. Guardo como uno de mis recuerdos más preciados el momento en que Miguel, nuestro inefable entrenador, me entregó la camiseta con el número seis que suponía un puesto en el equipo inicial. Desde la óptica de mis escasos dieciséis años fue para mí un sueño hecho realidad saltar al campo repleto de gente que nos vitoreaba, estar jugar junto a mis ídolos. Empezamos bordando el fútbol y nos adelantamos en el marcador con un dos a cero a nuestro favor, pero pagamos la novatada y terminamos perdiendo por dos a tres. Este año los resultados no fueron tan buenos como los del año anterior. En nuestro descargo diré que los rivales eran mucho más fuertes, baste con nombrar a Villarrobledo con jugadores que habían militado en segunda división nacional o La Roda, hacia pocos años en tercera. Pero la moral del equipo no sufrió mella y el apoyo del pueblo siguió incondicional, llenando el campo domingo tras domingo, acompañando en los desplazamientos, animándonos sin desfallecer. Pero nada es eterno, y esta ilusión tuvo un precoz final: La emigración lacra de nuestra tierra por aquellos años, hacedora de desarraigos, rompedora de vínculos, acabó con lo que no pudieron desbaratar los resultados adversos o la falta de medios, el magnífico castillo construido con las ilusiones de un grupo chavales cimentadas en todo un pueblo.